Un poco de Literatura: «Los Hospitales de Papel, ¿vio?»
Es un cuento, pero si asemeja a una realidad, será pura coincidencia.
THE PAPER HOSPITALS, VIO»
-Bis morgen! (“Hasta mañana”), dijo Ben Müller a la esposa, ni bien hubo de tomar la llave para dirigirse a la habitación que rentaran cerca de Fiambalá, en la provincia de Catamarca, apartado del departamento berlinés que quedara al cuidado de Paul, el hijo mayor.
-Vielen dank! (“Muchas gracias”), indicaría Lena, la esposa, a la dueña de casa que no entendía lo que el matrimonio hablara.
-“Hablan de raro estos gringos”, pensó la última, en tanto levantaba los platos empleados en la cena. Sin embargo, Marta, acostumbrada a recibir extranjeros en el hospedaje se las ingenió para hacerse entender por señas y respondió, gentil y ocurrente:
-¡Hasta mañana, descansen! ¡Good night! (¡Buenas noches!)
– ¡Oh, good night, good nigth, tooo, já, já! (¡Oh, buenas noches, buenas noches, también!), resonaría a coro en el pasillo, también entre risas.
Querían salir temprano hacia el balcón del Piscis, en el corazón de la cordillera de Los Andes. La mujer apagó el televisor y las luces del comedor, tratando de no hacer ruido. Gran parte de la tarde mencionaron lo feliz que se hallaban y no soltaban el folleto turístico. El entusiasmo de la pareja, ciertamente, fue notable y a Marta le dio gusto, a diferencia de otros visitantes que solía hospedar y se quejaban de todo, como buenos pedantes.
La alojados, altos y de ojos azules, recónditos como el océano que sobrevolaran para arribar a La Argentina, manifestaban a la legua el origen ario; imagen por cierto, recurrente en las películas de la segunda guerra mundial que la hotelera solía ver los domingos junto a su madre y ésta se estremecía, al suponer lo que habría pasado su abuela francesa judía.
Lo cierto fue que, los recién llegados, por primera vez habían resuelto vacacionar lejos de Europa, buscando alejarse del trajín urbano de Berlín. Cómo irían a la montaña saldrían temprano, la noche estaba fría y ventosa; no dormirían en el motor home como de costumbre. Eso fue lo que dijo Marta que creyó entenderles, ni bien cerró el portón del garaje.
“Parecían dos adolescentes- diría después – “andaban de la mano, enamorados y felices”
Marta, mientras les servía el café en la mañana siguiente hubo de explicarles que el pueblo, un lugar tranquilo, contaba con callecitas de ripio y casas de adobe; les aclaró con ademanes que la gente, amigable y sencilla, era confiable… Los turistas, ciertamente, la observaron con complacencia. Fue Ben quién preguntó con voz ronca, ni bien hizo a un lado la taza de terracota que empleara:
-Gibt es hier eine Bank in der Nähe? (¿Dónde hay un banco?)
– La anfitriona lo observó sin entender, se le estaba haciendo una costumbre.
-Lena, ante la confusión, la tomó del brazo con suavidad para enseguida susurrarle: Where is a bank? (¿Dónde hay un banco?)
-Ahh, entiendo, repuso Marta, descartando que pese a ser domingo los cajeros automáticos estarían funcionando. Iba a indicarles cuando de repente, Ben, que acababa de levantarse profirió un ¡Ayyy!, profundo, previo aferrarse del respaldo de la silla, para enseguida desplomarse, arrastrando consigo el mantel y quedar boquiabierto, con los ojos azules, tremendamente abiertos, clavados en el techo.
-Wo gibt es ein Krankenhaus? (“¿Dónde hay un hospital?”), bramaría Lena, desplazándose en auxilio Ben que no dejaba de torcer los labios.
-I don´t understand you, Lena. I speak semething. If you… (No le entiendo. Lena. Hablo algo de inglés. Si usted entiende, por favor…), expuso Marta, con notable desconcierto.-
–“¿Será epilepsia?”, se dijo así misma, sin quitar la vista del hombre que se retorcía en el piso.
– Whe…where is a hospital? (¿Dón…dónde hay un hospital?), inquirió con severidad la compañera, esta vez en inglés; su voz sonó entrecortada y los labios le temblaron como las blancas manos.
-This is where it is… (Por aquí es…), señaló Marta, aferrando de pasada las llaves de su automóvil. Ubicaron al hombre en los asientos traseros. El hospital no quedaba lejos, Lena meneaba la cabeza ante la situación.
-“No es para menos”, habría de cavilar la propietaria, mientras corre al teléfono
Al no ser atendida, Marta, decidió llevarlos. El hombre se quejaba, apretándose el costado izquierdo del pecho; su rostro grisáceo lo decía todo. Un silbido, profundo y quejumbroso, le brotaba de la garganta y sus ojos lacrimosos miraban sin mirar por la ventanilla del automóvil que se desplazaba presuroso.
Después de golpear repetidas veces el lustroso mostrador salió quien parecía ser enfermera, hablaba por celular. Marta la conocía de vista, le dijo que la atendiera por favor, que tenía una urgencia, la aludida la miraría fijo al momento de preguntarle con notable displicencia qué le ocurría. Marta intenta explicar y señala hacia el automóvil. En eso se acerca Lena tras empujar con fuerza la puerta vidriada; su cabello rubio entrecano está revuelto y el rostro desencajado lo dice todo, habla en alemán y solloza:
-¡Herz, herz. Es ist eilig! (“Corazón, corazón. Es urgente”) -Marta, a borbotones le dice que es su esposo el de auto.
- Parece encontrarse bajo un ataque, intenta explicar y resopla.
La enfermera le pregunta qué ataque. Marta, furibunda, le dice que no sabe, qué ella no es médica ni enfermera, que debe verlo. Levanta la voz y le escupe que no se haga la importante, que ese no es buen momento para nadie. En eso aparece otra enfermera, llega hasta Marta con premura, hace de lado a la displicente y la mira de arriba abajo, frunciendo el ceño. Levanta el tubo de teléfono, algo dice y cuelga:
-Ya viene el médico de guardia, por favor esperen. Entretanto traigamos al paciente, indica con seriedad.
- Breves minutos después aparece un hombre bajo, enfundado en bata celeste; presenta la cara recién lavada y está peinado a la gomina; es ojeroso, el estetoscopio cuelga de su cuello como un penitente; padece de mirada triste, huele a lavanda, saluda, interroga, la última enfermera informa; pareciera hallarse en el confesionario por la manera en que habla al clínico.
-Hummm, veamos que tiene, esboza al cabo el galeno; algo repara a la enfermera que se pierde muy veloz en otro consultorio; enseguida, el chirrido de las ruedas.
-Minutos después, el viajero, derrumbado sobre la camilla, balbucea en una mezcla de inglés y alemán que a Marta le suena a Help me, please (Help mi, pliis) (“Ayúdenme, por favor”).
-Cierta paciente, de esas que nunca faltan, vio, y que justo transita por el corredor, arrastrando las pantuflas, zambulle la cabeza para decirles “si acaso el gringo ese no quiere hacer pis”.
-¡Enfermera, cierre la puerta por favor! grita el médico que no disimula la ofuscación. Marta espera en el pasillo, los minutos son eternos, puede oír el resonar de los pasos en los lustrosos y vacíos pasillos del flamante edificio. Una mosca verdosa zumba por encima de su cabeza, la espanta. De tanto en tanto, le llega el entrechocar del instrumental desde el consultorio. Otra mosca, otra vez la espanta. Lena permanece a un costado, muda, zarandea las piernas y entrecruza los brazos, sumida en una especie de balancín.
De pronto, el silencio huye espantado: el ruido de neumáticos masticando asfalto y el feroz aullido de la sirena, irrumpen con inusitada violencia y los pasillos se colman de estrepitosos pasos y voces.
Hay un accidentado, alguien dice que iba en moto, que chocó muy fuerte. El ulular de la sirena es aterrador como el mar de quejidos, ¡pobre muchacho!, lo dejan frente al consultorio, chorrea sangre a borbotones, sus gritos estremecen y laceran cualquier oído; es un pibe, de un costado le falta cabello y todo es carne viva; del estómago le huye un líquido gelatinoso, huele terrible y los ayes ahogan cualquier respiro de sosiego…
El médico de guardia, entretanto, del otro lado de la puerta, supone que el berlinés está bajo un ataque precordial. Allí no tiene cardiólogo, ni electrocardiograma, ni ins….
-¡No hay un carajo!, farfulla, el doctor, apretujando los enervados dedos. Siente ganas de gritar, de patear, de salir corriendo, subir al auto y mandarse a mudar adónde no lo encuentren, está repodrido, pero se contiene, respira hondo, una, dos, tres veces, la enfermera lo observa, le pregunta si se encuentra bien, asiente y regresa la mirada hacia el paciente, cuyo pecho semeja la antesala de un motor recalentado.
Debe derivarlo a la capital, al igual que el accidentado que requiere de cirugía inmediata; tampoco hay cirujano, el quirófano es un flamante y hermoso adorno usado para partos. Maldice el médico, putea por lo bajo, sacude los pies, la enfermera vuelve a mirarlo y descubre el par de lágrimas derrapando por sus laceradas mejillas; se las seca con la manga, disimula, envuelto en sangre hasta el codo. La asistente que no ve la hora de jubilarse, (“un mes más, tan sólo un mes…”, piensa) también gira la cabeza y suspira, como si le faltase aire, haciendo de tripas corazón.
Él hospitalario sabe, ¡claro que sabe!, le duele hasta el alma el juramento hipocrático que hiciera al recibirse en la Facultad de Córdoba, al cabo de luchas y sacrificios, para orgullo de sus laboriosos y humildes padres provincianos.
-¡Hay que derivarlos ya!, ordena, como si él mismo fuese el chofer.
– “En la capital están los especialistas y no será un problema para los gringos; plata deben tener, delibera el doctor García. -El pibe, en cambio, ¡pobrecito!, parece muy humilde, no sé…”
Recuerda que el chofer de turno le había pedido permiso para no sé qué. Alguien aparece al rato, lo aparta, le dice que esa ambulancia no está en condiciones, que…
-¡Entonces, pidan la ambulancia más cercana, carajo!, ordena. Sabe que eso no está bien, que desguarnece a otro pueblo, que deberán prenderle velas a San Pedro para que no suceda otra emergencia en lo que resta del día, ¡encima andan tantos turistas y motoqueros, ni hablar de los niños y abuelos engripados, los diabéticos, los del norte grande…! todo eso repasa García, resignado y abatido.
Los minutos corren en Fórmula 1 y la ambulancia no aparece.
La “hora de oro” se evapora. Todo médico sabe lo que eso significa. García regresa hasta el muchacho accidentado: presenta los intestinos a la vista, algo se le incrustó, además le falta cuero cabelludo en la cabeza, imposible salvarlo allí, es un vendaval de sangre, vendas, soluciones, y desesperación.
En eso, los familiares comienzan a golpear la puerta, a gritos piden que les informen cómo está el joven qué, para colmo, andaba sin casco al momento del incidente. Alguien denigra, otro injuria, uno más que acusa. Como un rayo sale la enfermera y les dice que hagan silencio, que respeten, que el médico hace lo que puede estabilizando al paciente, que lo debe evacuar urgente al hospital central, que digan quién lo acompañará y que se callen de una vez o llama a la policía.
Todos enmudecen y señalan a uno del fondo, no le preguntan, simplemente lo señalan: “¡él!”, amigo después de todo, hacen vaquita para ayudarle, saben que después no tendrá con que pagarse el micro de regreso, nadie quiere ir, ¡claro!, queda tan lejos el hospital aquel…
García, se pregunta si acaso los pacientes resistirán los trescientos y pico de kilómetros en la ambulancia…
-“Dios dirá”, piensa al fin y al cabo.
Recién, en las últimas horas de la tarde los evacuados arribarán al nosocomio…
Es domingo y los interminables pasillos los reciben con mortecinos silencios; apenas se vislumbran los últimos rayos solares de un domingo sepulcral, de algún lado proviene el aroma a tostadas y café con leche que envuelve a los transeúntes. La gélida brisa de julio se avecina desde el sur, como un presagio.
Lena, nunca logrará explicar lo inexplicable a los hijos.
“¡The paper hospital!”, le apuntará finalmente a Marta, horas después, envuelta en llanto, previo a retornar a Alemania, junto al cadáver de Ben Müller, y encargarle para siempre el motor home.
El joven, por su parte, salvará gracias a un eminente cirujano de su mismo pueblo, aunque por la demora en el traslado las secuelas le quedarán de por vida, obligándolo a utilizar un bastón.
¿Del doctor García me pregunta usted? Dicen que renunció al día siguiente, que marchó a no sé dónde; a ejercer su profesión, seguramente.
The paper hospitals, vio.
IGNACIO MARTÍN LUI.
Por Guillermo Antonio Fernández.