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Relatos de Vida: Doña Juana Arminda Quiroga, “La Memoriosa”

Es un relato sobre la vida de personas de nuestros pueblos del norte del Departamento Tinogasta, para nuestros lectores.

Prof. Guillermo Antonio Fernández 

Aquel sábado ya oscurecía cuando enfilé el auto hacia Saujil, termo y mate a mano, a 15 kilómetros de Fiambalá…

El lugar es muy especial, tiene ese toque místico que hace pensar que ni bien se desacelera para sortear la última curva de la ruta uno se sumerge en un paisaje realmente asombroso, con sus dunas mágicas y el encaje sublime de viñas, verdes y fragantes; el agua fresca de vertiente y la majestuosidad del entorno, con sus pájaros, sauces y álamos plateados, reverberando en la candidez de su gente trabajadora y profundamente creyente, sin obviar las sustanciosas historias que se memoran de generación en generación desde la época de la colonización española hasta los tiempos modernos.

Se dice que hasta unas décadas atrás era común ver numerosos arreos de mulas y vacunos pasando por el lugar y que abrirían senderos de riquezas, tiempos de mucho esfuerzo e innegable prosperidad de las familias saujilenses, períodos bravíos de profusa historia, con refriegas sangrientas que iban desde Felipe Varela hasta un osado general Laguna, el mismo y que tantos soldados perdiera en Saujil, sembrando cadáveres en un pozo que llevaría su nombre, cuando autonomistas y liberales se entregaban a la lucha sin cuartel, para modelar un perfil de incipiente y dubitativo país, desangrándonos entre hermanos y Mitre imponía su impronta desde Buenos Aires después de Pavón, ( 17 de septiembre 1861) con una argentina tan pero tan nueva que pocos la conocían civilizada, como apuntaría Domingo Faustino Sarmiento antes de sembrar el país de escuelas.

Curiosamente, años más años menos, por entonces, un caudillo catamarqueño nacido en Huaycama, Dpto. Valle Viejo, de nombre Felipe Varela, conocido también como “El Quijote de los Andes” sería uno de los indómitos que le haría frente al gobierno centralista con 5000 hombres durante varios años, hasta su muerte acaecida por tuberculosis en Nantoco, Atacama (Chile), un 4 de junio de 1870, a la edad de 49 años, siendo quizá el último caudillo del norte que defendería los derechos de las provincias del interior, como los de Aduana, que funcionaría en Saujil y luego en Chuquisaca, Dpto Tinogasta, cuya recaudación debía ser enviada sin chistar a Buenos Aires, aunque aquí muriesen de hambre. 

Deliberando en tales vicisitudes de nuestra medulosa historia catamarqueña, como la importancia de la actividad comercial que tenían estas latitudes para el nacimiento y organización de la República Argentina, doy un par de vueltas por las angostas y simpáticas calles de un Saujil, adormilado y austero.

Finalmente, me detengo frente a la casa de altas paredes: el viento sopla suave y veo a niños jugando en la ruta que atraviesa la localidad; alguna que otra vecina charla con otra que tiene la cabeza atada con un pañuelo; se siente el aroma a pan casero y mate dulce con menta; metros más allá, una camioneta blanca se desliza con trabajadores en la caja, regresan de las fincas; en sus rostros se percibe el cansancio y los efectos del sol de la siesta, y también la satisfacción del trabajo arduo que se acomete cuando gusta: la cosecha.

Desde la escalinata me parece ver al hombre agringado, de gorrita y bigote discreto, sonrisa mesurada y semblante bonachón: don Justo Pereyra que hoy ya no está. En su casa, me recibe una señora de rostro afable, posee un libro en sus manos (eso me llama la atención, es la Sagrada Biblia), está con dos jóvenes, me invita a pasar, me dice que es doña Juana Arminda Quiroga Vda. De Pereyra.

El sol comienza lentamente a esconderse detrás del cerro que rodea al pueblo. La dama es muy atenta como los jóvenes que la acompañan. Nos sentamos. Me cuenta que tiene ochenta años y que “Justito” así lo llama, partió en el dos mil diecisiete. Observo donde nos hallamos sentados bajo el porche de la casa que es enorme y posee varias ventanas, sus puertas son altas como las paredes bien conservadas, hay pulcritud y orden, hay atención, hay vida en cada rincón de la gran casa. Me dice que es la casa familiar y que allí crió a sus hijos del corazón junto con Justo. El que la acompaña es Roby, sonríe y se muestra atenta con doña Arminda.

-También están Pepe, Tony, Liliana, María Elena y Gregoria, agrega la dueña de casa. Hay orgullo en sus palabras de mujer culta, puede leerse en su rostro la satisfacción de haber sabido prodigar cariño. Le pregunto, a sabiendas de que es una verdadera institución en la zona, sabe mucho de los antiguos pobladores, de su historia de siglos, de todo lo que no cuentan los libros y mucho más también. Y refiere, sumergiendo sus dulces ojos entre las flores del pulcro jardín que seguramente la verá pasar con ojos atentos cada mañana:

– Mire, profesor, (me aclara que ya me recuerda y sonríe), yo nací en La Banda de Saujil, vio, (río Abaucán) donde antiguamente existían casas de aborígenes (saujiles). Hoy hay solo vestigios, algunas pircas y restos de arcaicos morteros, pero antes estaban enteras, antes de las grandes crecientes, con corrales y lo que usaban para vivir. Aclara que su padre se llamaba Cipriano Quiroga, nacido en l908, y su madre Fernanda Carrizo (1907), ambos oriundos del lugar.

En cuanto a su esposo, Justo Pereyra, (“Justito”, lo llama cariñosamente) era hijo de María Luisa Pereyra y Domingo Legarralde, su casa paterna estaba para el lado del barrio El Bajo, cerca de que la que se observa al doblar la curva hacia Medanitos, explica Vanina, esposa de Roby, sobrino de don Justo y a quien criara como hijo. Doña Arminda me dice que en la imponente casa amarilla de Los Legarralde iba a funcionar el Banco Nación. ¡Mire si éramos de importantes en Saujil entonces!, expresa, entre risas.

Un poco de historia de pueblo y familiar:

La vecina me refiere que Saujil es un pueblo muy antiguo, tan antiguo como los habitantes originarios que descendieran de Los Diaguitas y hablaran el kakán, tan antiguo como Los Carrizo de Frites, Diaz y Navarro, entre otros. Aclara que no es como se dice que la población española arrancó solamente con Diego de Frites, (interesante, pues brinda un giro en la historia fiambalense) pues simultáneamente mientras aquel se establecía en San Pedro, (Fiambalá) (1770) otros españoles osados y aventureros como el nombrado recorrerían y se afincarían no solo en Saujil, sino también en lugares más al norte llegando hasta el cordón de San Buenaventura. Una muestra de eso es el lugar conocido como “La curva de Carnero”, otros le decían “Agua del Carnero”, aclara, en alusión a un colonizador español con ese apellido, avenido a la zona a fines del siglo XVIII.

Doña Arminda y Roby explican que hasta no hace mucho se conocía allí el árbol “El Cuma”, aún se encuentra el algarrobo (único en la zona) cuya vaina (algarroba) es famosa porque llega a superar los dos centímetros de espesor, especie que casi no existe en esa zona. Según su tatarabuelo siempre decía que allí había caserío y que el encomendero autorizado por la corona, (de la Encomienda española) habría sido de apellido Carnero. Por aquí se llevaban animales a las minas del Potosí y de regreso traían cacharros de lata como ollas, jarros y demás utensilios de cocina, además de oro en bolsitas, plata, cueros, joyas, Etc. y que por eso años después habría de instalarse una aduana en Saujil,

Al decir esto último me aclara que funcionaba en un edificio de adobe de gruesas paredes y robustas puertas y ventanas, donde actualmente vive Juan Bayón con su familia, que más atrás estaban los corrales, que entonces todos eran muy devotos y siempre se hacían las faenas encomendándose a un santo.

La fé cristiana:

– De allí que Medanitos tenga a La Virgen de Los Dolores, San Pedro en Fiambalá, San José en Saujil, Etc, expone la abuela, para agregar: -Las imágenes eran traídas a lomo de mula en los interminables viajes desde El Alto Perú, pasando por Bolivia y finalmente desde Chile a nuestro país, por el cordón de San Buenaventura.

Recuerda que su tatarabuelo le contaba que en la banda del río Abaucán en Fiambala estaban las casas de los reyes  (hoy San Pedro), hoy solo se observan ruinas de uno y otro lado del río. Se cuenta (siempre se contaba entre los viejos, aclara) que por entonces los españoles traían mujeres muy lindas que mantenían encerradas en siete piecitas, blancas y altas, decían mis tatarabuelos, parece que su obligación era atender a los hombres (expone, ruborizada), sonríe y aclara:

-Los españoles no querían mezclarse con las aborígenes, era un afrenta para ellos, por eso tenían a las mujeres blancas, de ellas aún se recuerdan apellidos como Luna, Juárez, etc. Mi tatarabuelo se llamaba Cemirio Carrizo y otro tío tatarabuelo, su hermano, David Quiroga. En la familia siempre se dijo que ellos habrían recibido por sus servicios a la corona un poco de oro, y el otro, habría elegido un gran Cristo de plata y monedas de oro, seguramente de Potosí, porque era principios de l800. De ellos provengo, profesor, aclara.

La cuestión es que se vinieron del Alto Perú a mula, ¡imagínese! al Cristo el tatarabuelo Cemirio lo trajo atado a la espalda porque asaltaban dos por tres, si lo encontraban los asesinaban. También trajo una taza de plata llena de monedas de oro, atada a la montura y tapada. Eran muy audaces y corajudos los abuelos, dice doña Arminda, ufana de su apellido y linaje. El tío Tatarabuelo David murió en l880.

La historia como el legado se nos fue pasando de generación en generación, lo protegemos, claro, por eso se lo puedo contar. Aún conservamos las reliquias fielmente resguardadas como tesoro familiar. Mis bisabuelos vivieron la época de las batallas entre los mitristas y los liberales. De chica solía oír de boca de mis abuelos que aquí en Saujil el general Laguna fue prácticamente masacrado por las tropas federales junto a sus soldados. Dicen que eran tantos los muertos que debieron hacer un pozo (aquí al lado, mire, me señala) para enterrar a tantos cadáveres. Habrá sido cierto porque no hace muchos años una máquina que arreglaba la ruta dejó al descubierto infinidad de huesos humanos, seguramente restos de aquellos desventurados que murieron a sablazos, tiros y la mayoría a degüello, como se estilaba para ahorrar balas.

Recuerdo que, por esa época existía la casa de “Los Chincheros”, sonríe, cerca de la casa de Alfonso “Ñato” Pereyra (F). ¿Qué era me pregunta? Al principio, según el abuelo, dijo que bien no se sabía, después todos supieron que era un calabozo donde encerraban a todos los que sorprendían contrabandeando, se les sacaba la mercadería y los mataban, por eso se decía chinchero, porque no podían hablar, era: ¡chishhh! (de silencio), expone doña Arminda entre risas.

–La verdad que eran tiempos muy duros y de gran crueldad. Mira el libro entre sus manos y me cuenta de un famoso túnel que según las mentas habría tenido varios kilómetros de extensión, seguramente desde Guanchín hasta Saujil, (15 Kms cuánto menos) usado por los contrabandistas. Se dice que era tan alto y ancho que tranquilamente podían cruzarlo de a caballo y que a fines del 80 un alud tapó la boca. Otros memoriosos dicen también que esa era la famosa y temida “salamanca”, vaya uno a saber. Pero que el túnel existió, existió.

Después me cuenta del alambique del l800, ya que los españoles cultivaban la uva “Albilla” (racimo grande y de uva blanca chiquita), los lugareños se dedicaban a hacer “aguardiente” que se vendía como pan caliente, ya que además poseían el agua de manantial famosa por su transparencia y pureza. La dama explica que sus abuelos le contaban que donde hoy es Tierrita Blanca (Medanitos) antes pertenecía a Saujil, (toda la zona) y existía una finca muy importante de una familia de apellido Pintos (fines de 1800).

– Allí había una pirámide de piedra, dice, -todo un misterio. Concluye que era muy rara la pirámide y que siempre la recuerda aunque no volvió, que la última vez que estuvo en el lugar de las casas ya no quedaba nada, aunque se ve que tenían un molino para trigo, sembradíos de asfalfa y corrales enormes, de la familia nunca más se supo.

Dice que también se producía en Las Palomas donde se cultivaba trigo, al igual que en La Banda, El Sunchal, Tierrita Blanca, Saujil, etc, donde la alfalfa no faltaba. Después vendrían las viñas que eran pocas por entonces, como en Fiambalá, remata, con la mirada hundida en el suelo, de donde pareciera desentrañar casi olvidados recuerdos. Me mira con el semblante pacífico y agrega:

La minería: recuerdo que muchos de Saujil trabajaban en la mina de Los Ratones, de allí sacaban amianto que solían traer en bolsitas, no sé para qué pero traían, capaz que para vender. Por ahí trabajaba también un gringo que le decían Tolomitez aunque era más conocido como Pedro Corona, un hombre inquieto que siempre buscaba oro. (En Fiambalá los hijos de don Tino Perea me habían hablado del famoso buscador de oro que desaparecería como vino). Doña Arminda continúa diciendo:

-Otros trabajaban en las minas de La Mesada de Zárate y Las Papas, también traían bolsitas con amianto y no olvido que otros hasta trajeron bolsitas con oro, ¡sí, como lo oye!, bolsitas chiquitas con oro puro, en general se trabajaba mucho, siempre se dijo que en la zona de la Mesada y Chuquisaca hay oro, todo el mundo buscaba lo que tuviese valor de venta, no quedaba otra, el que no trabajaba no comía, parece que todo eso ya fue olvidado, pero yo me acuerdo del color del oro que traían, hermoso.

Pese a todo la vida era tranquila por entonces, pasaba cada uno en su ranchito, pocos tenían “Casas del Alto”, dice entre risas, refiriéndose a las casas de altos frentes en zonas elevadas, aunque en realidad hablaba de su distinción por la amplitud y magnificencia de las construcciones que eran de grueso adobe que aún hoy se las conserva (la suya es una de esas, aunque no lo dice). Al final me contaría una anécdota que nos hizo reír un buen rato a los que la escuchábamos, con la noche encima y al solaz de los focos que iluminaban tenuemente la galería, mientras  del primoroso jardín de doña Arminda al final de la escalera de acceso se oía el canto de los primeros grillos.

El Rastrojero Diesel Azul:

Me cuenta como anécdota doña Arminda que su esposo era muy serio y responsable. A tal punto que cierta vez le ofrecieron venderle un rastrojero diésel ok, dice que dudó y dudó hasta que ella terminó por ayudarle a decidir y luego lo pagó con su trabajo, peso por peso, con ahorro de sueldos enteros que ella le guardaba sin que Justo se acordara. Pasó el tiempo y un día don Justo le dijo que no tenían plata y ella le dijo que sí, dijo que el hombre la miró extrañado.

–Mire Justo, usted tiene platita aquí, pues está el ahorro de su trabajo de años, dijo doña Arminda que le dijo, porque no se tuteaban.

Y dice que don Justo, “Justito”, (con gran cariño lo digo) le dijo: -¿Y qué dice usted, señora? ¿Compramos o no compramos con la platita que tenemos?

Increíblemente, al poco tiempo, el dueño de la agencia le ofreció hasta un tractor, acoplado y diversa maquinaria agrícola al ver lo cumplidor que era el hombre, pero don Justo, don Justito como dice ella, no aceptó, porque dijo que quería dormir tranquilo, que ya estaba bien, que era suficiente con lo que tenía: su hermoso y flamante Rastrojero Diesel que aún descansa en los galpones del fondo de la casa.

Ya pasadas las 21 horas, me digo que es hora de dejar tranquila a la abuelita que tan gentilmente me atendiera sin previo aviso. Por último me dice que en esa galería solían tomar mate con el esposo y los niños, que nunca faltaban tampoco el café y las tortillas, sin olvidar que a “Justito” le encantaba el locro y la mazamorra con arrope de uva o leche.

Al oír a doña Arminda no dejo de imaginar, los años han pasado, y los tiempos son diferentes, pero me doy cuenta que hay pantallazos que se nos quedan grabados para siempre en la memoria, como si allí mismo yo estuviese viendo a don Justo, desandando con paso cansino los mosaicos de la espaciosa galería coronada de malvones, con su eterna gorrita, sonriendo con cariño a su eterna compañera.

Al final, le dispenso toda mi admiración a una mujer de bondad a flor de piel, eterna catequista y consabida vecina solidaria, actividades que debió delegar por los años, pero que aún atesora con gran cariño y devoción, como lo atestigua La Sagrada Biblia entre sus manos.

Sé que aún atesora infinidad de historias y anécdotas, pero debo ser respetuoso y dejarla descansar. Me despide con una sonrisa y me dice con un rostro bondadoso: ¡Gracias, por haberme hecho recordar!

Con enorme cariño, de un simple docente y escritor que la admira.

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