Desde Puerta de Tatón, Departamento Tinogasta. Escritos de las historias de los habitantes de los pueblos del Norte de la jurisdicción de Fiambalá.
por Guillermo Antonio Fernández
Aquel miércoles de julio llegamos a la escuelita 110 de la Puerta de Tatón, a cuarenta y pico de kilómetros de Fiambalá.
El camino que une Medanitos con el pueblo de Tatón se abre como un tajo entre los admirables y escurridizos médanos pintados de sepia, extendiéndose mansamente como lenguas gigantes y refulgentes a ambos lados de éste. A lo lejos, se abre el portal pétreo que da paso al oasis donde se yergue la pintoresca comunidad, salpicada de durazneros, viñas y álamos por doquier. El río de aguas heladas y cristalinas da la bienvenida a los visitantes, se muestra manso y acogedor. Sin embargo nada más engañoso, las gigantescas piedras que descansan a la vera de sus orillas, son la muestra elocuente de su bravura cuando la creciente golpea a las puertas del pueblo.
Es un edificio bien pintado donde funciona la escuelita, posee un patio circundante y su construcción es modesta y rústica, sin embargo, prolija, bien cuidada, y con las huellas de la docencia que se reflejan en la diversidad de láminas y dibujos pedagógicos que decoran cada pared ni bien se traspasa la puerta de ingreso. Algunas dependencias poseen techo de cañas, hechas por los mismos padres de los alumnos, como me informan ni bien ingreso a la dependencia en la que puede respirarse el placentero sosiego rural tras una ardua jornada. El edificio, ciertamente, parece colgado a un costado del sinuoso camino de ripio que culmina en el imponente oratorio del Señor de La Agonía; éste sobresale en lo alto de un cerrito y famoso internacionalmente por la representativa estatuilla de oro que resguarda la familia que la cuida desde que fuera hallada, tan misteriosamente, en el cauce del río.
Nos recibe la señora Cristina Chayle, la portera. Su rostro refleja una expresión de afabilidad espontánea, habla con mesura y se toma de las manos al saludarnos. Nos informa que los niños acaban de retirarse, al igual que el cuerpo docente, la mayoría vive lejos. Ramonita Mamaní, una vecina de La Pampa Blanca, con su hijita en brazos y su hijo Moisés acercan las bolsas de ropas que han venido juntando desde hace meses para los niños del lugar, noble gesto por cierto al que decidí acompañar con el traslado hasta el lugar. En tano Ramona cumple con su cometido, yo recorro las dependencias del establecimiento, me acompaña doña Cristina. Me cuenta que nació un 17 de enero de l972 en Medanitos. Asegura ser hija de Lucía Chayle…
Al mirarla a los ojos, noto su tristeza. Le pregunto si le ocurre algo, me dice que tiene no muy buenos recuerdos de su infancia, su madre la habría regalado o dado, como a varios de sus hermanos que en total eran seis. Ya no pregunto, es ella quien explica. Sin embargo, cuando creo haberlo oído todo, agrega que eso es algo que le pesa porque a muchos de sus hermanitos no pudo llegar a conocer.
-¡Vaya uno a saber adónde habrán ido a parar!, musita, con la mirada hundida en el piso de cemento del patio. –Ojalá eso hubiese sido todo, porque en realidad mi mamá me dio a un tío, expone enseguida. -Su mujer era muy mala, muy violenta y en verdad que me hacía la vida imposible, si hasta me tiró al fuego y me quemé. Imagínese profesor lo que es para una niñita de siete años vivir una situación de ese tipo. Al final, mi tío me cambio por unos animales a una familia del cerro y me tuve que ir, con gran tristeza. Así me crié, vio, dice la señora con una entereza admirable, aunque la tristeza puede leerse en cada pliegue de su rostro curtido, forjado en el trabajo y las exigencias de una vida dura. La acompaña Claudia, su hija, que no se sorprende ante la historia de su madre, al contrario, por ahí sonríe, como si ya hubiesen superado tantas heridas de la vida.
Por suerte, me ha tocado un buen hombre en la vida, aclara, doña Cristina, gracias a él salí adelante y criamos nuestros hijos con humildad pero con mucha dignidad. Ahora sonríe y dice que son una decena y pico los alumnos que concurren, que los docentes son buenos y responsables, que hay un buen clima de trabajo en el lugar.
La Llegada de la Escuelita Nº 110
Cristina, muy orgullosa dice que a la escuela la trajeron su esposo, Vicente Morales, (cuarenta y pico de años atrás) que entonces tenía 14 años y su papá. –A lomo de mula trajeron pizarrones, bancos, chapas, escritorios y hasta los libros.
– Imagine usted profesor, hacer decenas de viajes de un día a lomo de mula en medio de estos cerros que no son nada fáciles de sortear, los peligros abundan, como las dificultades, con caminos de cornisa, aclara, entre risas. Sin embargo, ellos lo hicieron posible y gracias a esa patriada esta escuelita que estaba en el paraje Corral de Piedra, (“ahí también viví”, aclara) a más de ocho leguas de aquí, hoy permite que mis once hijos puedan aprender a leer y escribir, a mí me dio trabajo, hasta mi compañero estudió en ella. Hace veintiocho años que trabajo como portera.
-¿Qué le parece a usted, si no hemos de cuidarla y quererla, esta escuelita es como nuestra casa?, concluye orgullosamente la mujer mientras va cerrando las aulas. Ya es tarde y el frío comienza a descolgarse de los cerros a medida que el sol se va recostando hacia el poniente. Como últimas palabras expone que extraña mucho la vida de antes, que aunque sufrió cuando de pequeña la mandaron a Corral de Piedra dice que da gracias a Dios, conoció a su gran compañero en la vida y que le diera los hermosos hijos que tienen para formar un hogar. Recuerdo que por aquellos años en que la escuelita estaba en Corral de Piedra era común recibir visitas de Belén y alrededores que de Fiambalá o Tatón, ya que se acostumbraba hacer “el trueque” por entonces y de tanto en tanto los belichos llevaban los enormes zapallos y verduras que se cultivaban en el lugar a cambio de yerba, azúcar, grasa y otros enseres domésticos para hacer la comida.
Finalmente y previo a agradecer su atención, me despido. La mujer muestra señales de cansancio (la escuela es de jornada completa).
Evidentemente, hay un espíritu admirable en esa mujer, digno temple de los antiguos pobladores, resabio de diaguitas, que no le mezquinaban el pecho a los peligros y las inclemencias de un clima bravío, con fríos terribles y las carencias de todo tipo que se padece al vivir tan lejos, en el corazón de los cerros.
Con toda mi admiración la saludo y felicito por tamaña entereza y resiliencia.
Al cabo me pongo a pensar que existe tanta gente que parece cansada de vivir, que pasa por la vida como si no existiese, cuando en cambio, existen otros “que se aferran a la vida, con uñas y dientes”
¡Hasta la próxima historia!
Para El Diaguita del Escritor Guillermo Fernández.